No era cualquier día… se convertía en el más bonito de los días… de los días de escuela, en viernes. Siempre era después de la primavera, a fines de marzo, en abril o principios de mayo. No antes ni después, por ahí por esos días, pero en viernes.
En viernes, para que supiera mejor, sobre todo si el día resultaba claro, de mucho sol… de hojas verdes en los árboles y de pajaritos… de risas y algarabías interminables… luego un día esperando e inesperado a la vez, se escucha la información “vamos a ir de paseo, mañana haremos de un día de campo”.
El primer problema era casero… pedir permiso:
– Mamá, ¿me das permiso de ir de paseo?
– Pídele permiso a tu papá, haber qué dice.
– Papá, ¿me das permiso de ir de paseo?
– Pídele permiso a su mamá, haber qué dice.
Luego, el segundo problema era el lonche, que hubiera o no dinero para hacer el lonche, lo cual siempre significaba un gusto más… ir al tendajo por las piezas de pan blanco, el que hubiera unos huevos, frijoles o chorizo.
Siguiente problema, la bolsa para llevar el lonche…¿y la soda?, sí, una soda o un bote de café con leche y a la veces una naranja y un plátano… a veces. Resuelto todo, la fantasía era realizada… a marchar al día de campo.
Por la mañana en la escuela la novedad sería el que no vino el amigo porque no le dieron permiso, porque lo regañaron, porque se portó mal o sencillamente porque no había para hacer el lonche… al final la mitad del grupo solamente y a veces a pie o a veces en camión de redilas se emprendía la marcha. Siempre hubo al que se le olvidó el lonche o se le quebró la soda o el que se comió todo antes de partir.
Caminos llenos de sol y de polvo rumbo al Ojo de Agua por entre calles de aguacatales y labores… por la ribera de la acequia de los vecinos.
¡No corran, no corran! La voz del maestro, todos juntos sin desbalagarse, más la escena era siempre la misma, unos adelante, otros en medio y unos atrás para alcanzar el agua cristalina de los arroyuelos y ver las primeras jarrillas en el río.
Disposición de acampar según a donde se deseaba llegar, si al Charco de Lobo, a la Turbina o al Ojo de Agua… distancias y caminos, entre una vegetación que sólo con presenciarla te llenaba de vida… aquí en el sabino… aquí en este recodo… aquí sobre el canal… aquí y allá todos tomábamos un lugar como si fuera para toda el día, para toda la vida. Te convertías en ese momento en parte de la naturaleza donde querías quedarte para siempre.
El día de campo estaba en su esplendor y junto con ello el recuerdo de la tragedia que todos sabíamos que un día había pasado… la del niño aquel que subió por el risco del Cerro de la Cuchilla para ir al encuentro de una madreselva, resbaló y las consecuencias fueron fatales… el recuerdo aquel era una advertencia.
El regocijo continuaba, mojados y asoleados con pantalones arremangados, recorriendo una y otra vez los arroyos y presenciando las sardinas, las mojarras y el verdor de los lampazos… a lo lejos un rebaño de cabras cruzada el río.
Medio día… juntarse para comer el lonche, haciendo grupitos, compartir entre unos y entre otros… me das y te doy, ¿qué trajiste? Alguien por allá abrió una lata de sardinas… todo se acababa, todo, llegaba el momento del descanso… el tiempo de la tarde, el momento en que los coleccionistas de piedritas y de plantas ordenaba sus tesoros. La tarde era quieta y dulce, de preparación mental para volver, pero antes para hacer un nuevo recorrido.
El día de campo estaba por concluir, era eterno en la imaginación y en la grandeza por realizarlo.
Volver a la casa, la gratitud de la madre por haber regresado sano y salvo, más como siempre la frase: “Muchachos, mira cómo vienes de requemado y con los pantalones todos sucios”.
Así aquel día de campo concluía… el gozo de ese paseo aún no acababa de consumarse… el recuerdo lo revive.
18 de abril 1998