Nemesio se levantó malhumorado, había tenido una mala noche, los sueños raros con pesadillas no lo habían dejado tranquilo, se dio vueltas en el camastro casi todo el tiempo; su lecho estaba compuesto de un catre viejo de patas desvencijadas y unas zaleas de borrego que le servían de colchón; se rascó las nalgas porque algo le picaba y se fue rumbo al matorral a hacer sus necesidades matutinas; al volver traía cogido de la cola un tlacuache muerto, que en la noche había caído en la trampa que tenía junto al aguaje; se venía lamiendo los labios pues sabía que tendría un almuerzo sabroso con la carne suculenta del silvestre animal.
Se puso a descuerarlo: lo colgó de una rama del huizache que estaba junto a su choza; a lo lejos se divisaba ya la luminosidad del nuevo día; su perro ¡El Azote! lo contemplaba con una mirada lastimera implorando un mendrugo; mal hacia, pues sabia que Nemesio le arrojaría las entrañas del animal para que las devorara de unas cuantas tarascadas.
El perro vino a vivir en la majada cuando una vecina le comentó a ¡Mencho! — (como le decían de cariño)
–¡Ya no aguanto este animal!
–¡Cada que las gallinas bajan del palo las persigue y las maltrata!
–¡Ya me ha matado varias, es un Azote!
–Tú dices si te lo llevas para que te ayude a cuidar las cabras
–A ver si tiene tamaños para enfrentar los coyotes
Y desde entonces se convirtió en su fiel compañero, lo seguía a todos lados y tan luego escuchaba un sonido desconocido volteaba con las orejas paradas rumbo al lugar de donde procedía; si era un conejo, una liebre, o una ardilla los perseguía y en muchas ocasiones los atrapaba; si era otro bicho ladraba con furia para espantarlo; ya había tenido varios encuentros con osados coyotes que se acercaban al ganado con la intención de llevarse un cabrito, o cualquier otro animal de corral que pudiera dominar; los había enfrentado y había salido vencedor. Mencho para premiar sus hazañas le invitaba de su comida, aunque ¡El Azote! Sabía que tenía que conseguir alimento atrapando algún ave o alimaña.
Habiendo terminado de descuerar el tlacuache, abrió con su filosa navaja el pecho y el vientre del animal y le sacó los intestinos, el corazón, el hígado, la panza y lo demás y los puso sobre un tronco seco que estaba cerca de la lumbre, le llamó al perro, era opíparo banquete que el Azote saborearía; para ésto: ya había removido las cenizas del fuego que ardió la noche anterior y descubriendo algunas brasas que quedaban, les echó unas astillas para que levantaran llama y luego unos leños que acomodó en forma de pirámide para que se hiciese la fogata; ensartó el cuerpo del animal en una vara de tenaza, que le servía como asador, y luego la clavó en el suelo al lado de los leños que ya se estaban quemando; mientras se cocía; se fue y tomó una vasija que tenía preparada, y se dirigió al aguaje para lavarla, ya que antes de sacar al monte a las cabras había que ordeñar unas cuantas que estaban recién paridas; tenía que sacarles solamente un poco de leche pues había que dejarles comida a sus críos; la leche mezclada con el café, aumentaba el sabor dulzón; había ocasiones en que el café se terminaba y hacía té con hojas de salvia; la leche que le sobraba, la cocía y poniéndole una pizca de cuajo (sustancia que sirve para macizar la leche) la dejaba que se coagulara, recogía la leche cuajada para luego hacer quesos, el suero se lo daba al Azote; el queso es un alimento muy sabroso que comía con tortillas o espolvoreándolo en el caldo de los frijoles; andaba contento pues ya faltaban dos días para que vinieran a relevarlo y él, irse a dar una vuelta al pueblo, que desde el lugar donde estaba (en la parte alta del Rincón de “Las Calaveras”) se divisaba perfectamente, e imaginaba que era un nacimiento, con todos los adornos que las señoras acostumbran ponerle en la época navideña, porque brillan intensamente las luces que iluminan las calles; regresó y encontró al tlacuache ya casi cocido, le dio vuelta para que se terminara de asar y se puso a limpiar el acero, que le serviría para hacer una Panocha (pan de harina de maíz) sacó unas brasas y colocó sobre ellas el recipiente, lo puso a calentar y vertió una cucharada de manteca de res, para que se derritiera para después ponerle harina de maíz que previamente había batido; con agua (en ocasiones con leche) poniéndole la sal necesaria y la fue mezclando cuidadosamente con la cuchara; cuando quedaron bien revueltos los ingredientes acomodó la cubierta, colocando brasas arriba para que el pan se cociera de los dos lados.
Un sonido casi celestial llegaba a sus oídos, el viento soplaba fresco y suavemente, las aves despertaban haciendo una alharaca inmensa y el sol naciente bañaba con sus rayos luminosos el infinito, muchos pajarillos cruzaban el cielo, el ganado se inquietaba y el día estaba por comenzar.
Almorzó sabroso y abundantemente, dio un último trago a la leche caliente; recogió las cosas y las guardó en el zarzo, para que si entraba un animal no las fuera a trompicar; tomó su sombrero y el morral y puso dentro un pedazo de panocha, y un trozo de carne de la que había quedado, tomó su cantimplora y se la colocó al hombro, cogió el bastón de tenaza, que tenía un gancho en la punta; éste le servía para bajar las ramas de los huizaches para que los animales comieran y así evitar cortar las ramas, ya que el árbol tarda mucho tiempo en reponerse; encerró los chivos en un corralito y abrió la puerta del corral, salieron los animales retozando y dirigió el rebaño hacia el “Rincón de las Vacas” ya que en éste también había un aguaje, y al mediodía no tenía que desplazarse para encontrar donde bebieran agua los animales; en casi todos los rincones de la sierra de Minas Viejas había tinajas y lugares donde brotaba el agua; por ello decían que en los tiempos idos, batallaban mucho para cazar y someter a los nativos de estos contornos porque siempre tenían un lugar donde refugiarse.
Sabía que pasaría junto a la roca que tenía muchas figuras que le intrigaban: había dibujos raspados y coloreados en la piedra, soles y lunas, arcos y flechas, se distinguían animales como osos y venados pero lo que más le intrigaba era una flecha gruesa que señalaba hacia arriba, como indicando que los humanos se dirigieran a la entrada de “La Cueva de las Calaveras”, las gentes decían que: los primeros pobladores ajenos a estas tierras, cuando llegaron y exploraron sus alrededores encontraron en la base de la entrada de la cueva, calaveras humanas, como si fuesen guardianes que estuvieran protegiendo algo que había dentro; algunos que habían trabajado como mineros y que conocían las entrañas de la tierra, se animaron a entrar: para ello se valieron de gruesos mecates ya que el piso está como a cuatro metros de profundidad; al alcanzar el suelo e iluminar los alrededores con sus mechones de ocote, se quedaron estupefactos al contemplar la belleza del lugar, estalactitas y estalagmitas adornaban el cielo y el suelo; una pequeña oquedad y un estrecho pasadizo comunicaban con grandes espacios y salones húmedos con cantidad de ornamentos naturales.