Sucede que nací en un pueblo que ya existía…
Cuando poco a poco me fui dando cuenta, mi universo de cosas estaba hecho: la casa, el patio, la calle, la plaza, el tendajo, la escuela, los abuelos, los tíos, los hermanos… la carpintería de mi padre y la mirada dulce y protectora de mi madre. Todo estaba hecho. Los cerros, los pájaros, el Ojo de Agua y el río… el juego de las canicas, el columpio en el mezquite, las carretas, los carros que venían del otro lado, la Iglesia con sus santos y la patria con sus héroes.
Sabinas Hidalgo era mi universo y desde ahí vi siempre a las estrellas. Todas eran mías. Recorrí Nuevo León y los límites de sus 51 municipios sobre un mapa en el pizarrón y en un viejo libro de texto; lo mismo que los cerros, los ríos y las ciudades de todo México. Sobre un globo terráqueo y cinco mapas continentales, me aprendí los lagos y los mares y sabía ubicar dónde estaba el Everest, el Rhin, Buenos Aires, Italia y Mongolia… en el quieto reloj de aquel pueblo comprendí la historia de Atenas, de Roma, de Babilonia, de Egipto y de la India. Los emperadores toltecas, la cultural maya y la epopeya de los aztecas; la grandeza de los incas y los indios perdidos de las Amazonas.
En la medida en que más iba viendo y sabiendo, comprobaba que todo estaba hecho y que aquél era un mundo sensacional, contradictorio y armónico a la vez. Era un mundo que giraba desde mi pueblo y todo lo que estaba más allá de los cerros y del horizonte era tan sólo el resto de cosas por aprender.
Los libros, los periódicos, la radio, el cine, las clases de los maestros y las pláticas de los mayores fueron los contactos permanentes que hasta muy pasado la adolescencia me comunicaron con ese resto del mundo. Todo aquello desde el espacio vital de mi casa, la escuela y las calles del pueblo por donde cotidianamente transitaba… todo aquello en un área no mayor de cuatro kilómetros cuadrados, a partir de los ejes de las calles de Escobedo y Mina o de Guerrero y Lerdo o de la plaza misma.
Cuando me llené de ese mundo, todo se me convirtió en imágenes y voces muy adentro de la cabeza y del corazón… fue entonces cuando el resto del mundo, el que estaba más allá de los cerros, me atrajo por sus tormentos de inquietudes y de esperanzas… fue entonces cuando me fui…
Me salí del pueblo, marché a corroborar nombres y lugares de ciudades, de países, de continentes y de mares. Por más de diez años me lancé a la aventura de contrastar ilusiones con los hechos y de ver a la humanidad en toda su dimensión.
Ese resto del mundo en el que anduve, me dio muchas experiencias pero nunca pude hacerlo mío a fin de cuentas. Al cabo de muchos tropiezos y descalabros, me dí cuenta que el único mundo original con el que contaba era aquél que había dejado tras de los cerros… aquel mundo desde donde veía el horizonte sin que él me viera a mí. Pero entonces el tiempo había pasado, yo era otro y el mismo a la vez; era el que pudo haberse quedado en el pueblo para siempre, entendiendo el resto del mundo desde un solo lugar o el que salió para luego volver y decir, sin que nadie le escuchara “ya volví… lo que está más allá es bueno, pero lo que está aquí es mejor”… y que al decirlo, además de que nadie te escuchara, nadie te entendiera, el porqué lo decías.
Después de volver, lo que estaba ya no estaba ¿dónde estaba entonces? ¿dónde se fueron todas las cosas? ¿quién se las había llevado?… fue así donde el volver se convirtió en angustia de sentirse perdido en su propio mundo, en el único que le quedaba.
Pregunté en muchas partes y en todas me dijeron que las cosas se habían ido “como tú también un día lo hiciste, a ver el resto del mundo”… me dijeron que eran otros tiempos y que ya no hay distancias, y que el espacio de la tierra es uno solo.
Fue entonces cuando empecé a escribir sobre el pueblo aquel donde nací, el pueblo que ya estaba hecho y que había sido mi único mundo original.
mayo de 1991