Se les ve pasar por la calles siguiendo las mismas huellas. Sus propias huellas de todos los años.
A la misma hora van, a la misma hora vuelven. Del mismo lugar parten, al mismo lugar llegan… del mismo lugar se despiden.
Unos llegan antes, otros después pero siempre llegan. Sólo cuando se enferman se ausentan o cuando se mueren no van nunca más. Están platicando lo mismo día tras día lo que pasó, lo que está pasando. Lo que está por suceder lo dejan para mañana, para tener tema de conversación pendiente.
Llegan a la plaza en silencio, toman posesión de una esquina, de una banca, a la sombra de los árboles, mirando hacia la iglesia, hacia la casa de Adrián Larralde, hacia el Cine Olympia o hacia el palacio municipal. Observan también a los chóferes de los carros de sitio con quienes han convivido a distancias; en fin, observan hacía los cuatro puntos cardinales. Platican en silencio, con frases directas y con señales claras; a veces ríen y raras veces se carcajean o gritan. Después vuelven nuevamente a la calma y los hombres de la plaza siguen observando todo lo que pasa y se mueve. Ven a todos, conocen gentes y carros, analizan las formas de las nubes, registran los grados de temperatura, estudian los cantos de los pájaros y los barullos de las hurracas, saben de todas las bodas, de los bailes, de los bautizos y de los entierros que `pasan por la plaza.
La plaza es de ellos más que de los enamorados o de los políticos. Ellos han visto todo, día con día, nada se les ha pasado; ni los ecos ni los rumores del pueblo, pues todo llega a la plaza. Y la plaza es de ellos, es casi su segunda casa.
Son los hombres solos y silenciosos que cruzan las calles rumbo a la plaza. Van por costumbre y por devoción, a buscar a otros hombres solos y silenciosos, a tomar el tiempo en palabras y en miradas.
Forman una cofradía laica y rústica a la vez, integrada por seres que han decidido, por la razón que sea, asistir todos los días a la plaza. Todos los días. El título de membresía se adquiere con los años… casi antes de morir.
Como parte de la plaza yo los he saludado y observado a la vez. Los he visto, reconozco sus figuras, sus pasos y sus sombras. Casi no recuerdo sus nombres; pero sobre todo, reconozco que son buenos y amigables, que no hacen mal a nadie y que forman parte de la plaza igual que las bancas, los árboles y las hurracas.
Sólo una duda he tenido siempre que los he visto cruzar las calles para ir o regresar de la plaza, todos los días por las mismas calles y a las mismas horas… ¿dónde guardan sus recuerdos esos hombres que van a la plaza?… ¿los recuerdo de días tras días, de los mismos días, de las mismas cosas, de las mismas calles, de las mismas paredes, de las mismas pláticas, del mismo ir y venir a la misma hora?… ¿dónde, dónde guardan los recuerdos?…
Después de muchos años de tener esa inquietud creo que la respuesta a la duda está en inventar los términos: sus recuerdos son en realidad nuestros recuerdos. Si los recordamos, ellos se recuerdan; si los olvidamos ellos se pierden en su mismo existir, siguiendo sus propias huellas.
2 de agosto de 1985