En los últimos años de su vida pedía caridad… el lento caminar y actitud taciturna iba decayendo hasta que un día de este año murió sin cuidados y sin consuelos… alguien descubrió su cuerpo inerte en las pocas horas fue sepultado.
Pero la historia comenzó mucho antes… en los primeros años de la década de 1940, un niño de campo casi abandonado fue traído del rancho El Chapeño, municipio de Anáhuac, N. L., para reunirse aquí con su padrastro, un hombre rústico, de faenas del campo apellido Molina… por la calle de Juárez, los niños del Barrio de Sonora le empezaron a llamar de ese modo: Molina.
Molina no fue a la escuela, era y no era un niño como los otros, cruzaba la calles en soledad y en paz. Creció amando la vida y huyendo de la maldad, de joven fue un ser con cara del sol moreno, sonriente y temeroso.
“¡Molina, Molina!” le gritaban y él volteaba, hacía una señal y seguía avanzando presuroso.
Molina creció, se cuentan que cierto día, cortando leña, una astilla golpeó en su rostro y le sacó un ojo, luego, también, de otro hachazo se lastimó un pie… Molina se hizo personaje por todo el pueblo… en la carretera era una imagen conocida. Aprendió, por los 50’s, el oficio de matancero lo realizaba con destreza y con cuidado y para llevar las cuentas de los cabritos que mataba, se echaba a la bolsa del pantalón una piedrita por cada uno de ellos.
En esa época Molina buscaba trabajo. Era diligente y a veces preguntaba con agudeza, pues atrás de su soledad había un ser pensante, escondido y atormentado desde el nacer que se perdió más y más paso el tiempo, dejando ver solamente un rostro de bondad, de tranquilidad y de paz…
Molina quedo muy solo a finales de los 50’s. Murió el padrastro, quien le había traspasado el nombre, el cual no era su apelativo original… Molina siguió andando por todos los rumbos del pueblo, buscando algo que hacer, de qué ocuparse, de qué vivir. Era una figura alta, redonda, de piel lisa y morena, sombrero de lado, caído, como ocultándose de sí mismo, como queriendo hacer nada por molestar.
Quien sabe que fue de Molina, pues por muchos años no lo volví a ver, hasta hace poco, una tarde por la calle de Mier y Terán. Un hombre con un costal, de estampa tranquila y casi llorosa, sombrero sumido y de lado, recorría la calle; era Molina. Me paré y le salude, le di algo y se marchó, continuó callando como en el infinito.
Al llegar a cada puerta, alguien entregaba un envoltorio. “Ten Molina” le decía, y él solo exclamaba “gracias”, cual si fuera un niño.
Molina estaba más solo que la soledad… decaído, era un costal de penas cargando a otro costal de miserias. Aun así, muchos reconocían la lección bíblica que daba, pues pese a sus impedimentos y aparente ignorancia, no robaba ni molestaba a nadie, que se perdió buscando su infancia, como un caminante que no desvió su andar hacia el cielo… sólo cuando murió supe su nombre… se llamaba Daniel Martínez.
De él sólo queda el recuerdo de un hombre fantasma a la medida de la bondad y de la inteligencia que tengamos nosotros mismos.
2 de julio de 1987.