Por las tardes… a veces también por las mañanas, se escuchaba el pregón en las esquinas.
¡Menú calili! ¡Barbacoa calili!… unos hombres llevaban en sus espaldas duros palos, de los cuales colgaban tinas de menudo y otras de barbacoa a veces también canastas con lo mismo.
Silenciosos y pacientes recorrían las calles de sus barrios. Se paraban en las esquinas, pregonaban y esperaban… esperaban confiados en la posibilidad de que un vecino aquí y otro allá quisiera saborear sus ricos alimentos que día con día expendían para todos…
Tres personajes conocí a la vez, realizando el oficio de preparar y vender, menudo y barbacoa: los tres serios y pletóricos de la dignidad del trabajo: Don Pedro Alejandro padre, allá por el barrio del Buche; Don Pedro Alejandro hijo, por la calle de Mina, casi esquina con Juárez; y Don Natalio Solís, en el barrio de Sonora. Hubo otros igualmente trabajadores, como es el caso del Señor Ríos y de otro señor por el rumbo del antiguo degüello.
Cada día, de todos los días, por muchos años, esos hombres fueron figuras serviciales; esfuerzos y pregón, aromas y alimentos en las esquinas de los barrios:
–¡Menudo!… ¿cuánto quieres?…
–Lléneme el tanquecito…
–Uno cincuenta…
–¿Barbacoa?
–Sí
–¿Cuánto?
–Un peso…
Por seis años, coincidiendo con los estudios de secundaria y de normal, vi y escuché a Don Pedro Alejandro padre pregonar en las esquinas de las calle de Doctor Coss. Para nuestra intuitiva formación de adolescente, aquello representó una larga lección silenciosa de moral laboral. A Don Pedro Alejandro hijo lo vi muchas veces preparar el menudo y la barbacoa, hacer el pozo mantener la lumbre. Éramos vecinos, pues mi padre tenía la carpintería a un lado y desde lo alto de la barda platicaba siempre con Don Pedro, observando diariamente los movimientos de su faena; teóricamente con él me hice “menudero” cosa que le agradezco, al igual que su ejemplo de trabajo. Don Natalio Solís me pareció siempre un monje sereno y sabio en eso de vender menudo por las calles. Hombre integro, fue atento a las pláticas y discusiones que realizábamos en su fondita por la calle Hidalgo frente a la plaza.
Cada quien con su pregón… con sus clientes y vecinos a tratar… los tres iguales en su seriedad, constancia y ejemplo.
Fui asiduo a la fonda de Don Pedro, lo mismo a la de Don Pedro, lo mismo que a la de Don Natalio. Había algo especial que me atraía en esos lugares: curiosamente no era cenar menudo o barbacoa, pues prefería cenar tacos y lonches… era el ver llegar a las gentes del pueblo, a los albañiles y jornaleros, a los que vivían en Bella Vista, en la Hacienda, en el Barrio del Aguacate, en el Alto, en Sonora, en la orilla, a los que bajaban a la plaza o regresaban del cine… llegaban a las fondas, cenaban y se marchaban, cavilando, perdiéndose en las sombras de las aún noches pueblerinas.
Todo se quedó grabado para siempre… por eso, cuando regreso a mi Escuela Normal y paso por la calle de Doctor Coss, creo aún escuchar el recio pregón de Don Pedro Alejandro padre:
–¡Menú calili !Barbacoa calili!–
Cuando voy por el barrio de Sonora, la sombra de algún poste se me asemeja la serena figura de Don Natalio, observando por delante las cuadras que le faltaban por recorrer,
Cuando entro al pueblo por Bella Vista, paso el río y tomo la calle Porfirio Díaz, saludo al último sobreviviente de esa faenas: a Don Pedro Alejandro hijo, sentado a la sombra de las paredes de su fondita…
–¡Adiós, Don Pedro!
–Adiós
“¡Adiós!”, le digo con gusto y respeto, reconociendo en él a todos los demás pregoneros de su oficio.
¡Menú calili !Barbacoa calili!
Ahora solo quedan los ecos en nuestras memorias… ojalá y no se pierdan.
s. f.