Improvisados concilios laicos de vecinos arraigados, de viejos y nuevos conocidos por las tardes, al anochecer o los sábados de manera especial, encaminan sus pasos, por necesidad y distracción a la vez, hasta el lugar donde todos tenían algo que decir, oír, ver, comprar o pedir.
Los amigos, unas veces más, otras veces menos, acudían a la espontánea cita, de táctica hora y de expreso lugar, donde la palabra tomaba lugar y el tiempo se detenía hasta que llegaba el momento de retornar a la morada y los últimos en retirarse cerraban el espiritual libro de actas, escrito con los recuerdos de todos.
Vecinos aquellos que en el día palpitaban de esfuerzos y de sudor por elevar el sustento diario y que por la tarde, cuando el sol caía y la luna reinaba, soltaban su imaginación, sus inquietudes y su romanticismo en el coloquio de libre participación en las esquinas, tendajos y peluquerías, en un debate de ideas socráticas, salomónicas, pesimistas y optimistas, todas juntas a la vez, donde cada quien era ponente implícito o explícito del tema diario a tratar.
El suceso del día, el difunto que partió, las glorias del pasado, héroes y villanos, política local, nacional y mundial, los últimos inventos, los recuerdos de los abuelos, lo que se dice y no se dice de alguien importante o nada importante, los usos y costumbres de aquí y de allá, todo alguna vez era abordado, abierto discretamente, superficial o a profundidad. Había especialistas para todos los temas; había platicadores, narradores, oradores, cuentistas, defensores y fiscales; voces suaves, gruesas, armoniosas o charlatanas. En fin, toda una cultura pueblerina, original y espontánea que hoy casi se ha perdido y que debe ser reconstruida para gozar nuevamente de ella.
Esta cultura concitada por la prosa oral con el único afán de la comunicación para darle un contenido al descanso, se convirtió en una psicoterapia colectiva que afianzaba y aferrada la vida diaria tal cual era, sin rodeos ni eufemismos. Dicha cultura se ha perdido al ser arrollado por un progreso voluptuoso que ha quitado a los pueblos lo espiritual y lo arraigado, dándole a cambio ruido, aislamiento; unos colores y un lenguaje que no son los de las almas tranquilas.
El comercialismo de la televisión, del automóvil, de los supermercados, la luz mercurial, los semáforos, las estéticas, todo eso y más terminó con las pláticas de esquinas y con las improvisadas pero constantes salas de comunicación espiritual que fueron los tendajos y las peluquerías.
Esquina de luz de luna, que se iluminaba con el pálido foco eventual, que fungía como coordenada de la amistad, el buen trato, la alegre palabra y el triste recuerdo. ¿Dónde quedaste, esquina, por qué te aplastó el semáforo, el ruido y la velocidad? ¿A dónde se fueron sus voces? ¿Por qué te dejaron solo y te partieron el alma con un poste, un semáforo o un anuncio comercial?
Tendajo, fortaleza de carencias, de necesidades básicas alimenticias y de fantasías que adulzaban la vida: mostrador de madera, anaqueles de largas y altas paredes, balanza, costales, vitrinas de dulce y pan, cucharones de cuarta y de media, cucuruchos de papel y cajón de billetes y morralla, tendajo para surtir mercancías o para comprar la inmediata y diaria comida, tendajo de las pláticas entre clientes ricos y clientes pobres, tendajo del ajenjo, de la cerveza, de la soda y del “topo”. Hoy, los viejos tendajos ya no existen, sus puertas están cerradas, sus paredes destruidas o transformadas y las voces de sus concurrentes se han callado ante la soberbia del sonido que imponen las máquinas registradoras. Al tendajo lo arrolló sin misericordia el imán de los miles de productos y los hombres que se perdieron en la selva de la propaganda comercial que exige consumir. Con ellos se perdió también el escenario natural de la comunicación que le daba a su vez identidad propia a la cuadra o al barrio.
Las peluquerías, centros de identificación masculina donde la discusión y el análisis se hacían al gusto del cliente, mas el dueño tenía siempre el voto de calidad o de veto y las inasistentes deducciones de los presentes, peluquerías de regios sillones que les hacían a un sentirse príncipe en un trono con enormes espejos, pesados almanaques, adornos añejos y revistas novedosas por lo viejo que eran, olor a talco, alcohol y brillantina, discusión de un tema sin fin que el peluquero comenzaba cada día, novedad que se reiniciaba en cada momento, con cada nuevo cliente; viejas peluquerías que tímidamente subsisten ante la arrogancia de las estéticas unisex que las pueden acusar de arcaicas y fuera de moda, menos de no tener historia.
20 de febrero de 1984.