En realidad, la interrogante era una manifestación de solidaridad… una forma de no ser indiferentes… un recurso de comunicación para acercarnos el pésame. El eco de un deceso era compartido en el pueblo no importando si el difunto era el más poderoso o un humilde labriego. La muerte no era de anonimato y en cada caso tenía nombre, santo y seña… La muerte era igualitaria, pues las expresiones de consolación que más se escuchaban eran: “a todos nos tocará un día” y “nada más nos adelantó”… luego el epitafio colectivo del panteón municipal: “Postraos, aquí la eternidad empieza y es polvo aquí la mundanal grandeza”.
Un muchacho pasa casi corriendo por la banqueta de enfrente lleva un ramo de flores de esos hechos en casa, rama de laureles, ramas de cubrevientos, flores diversas. Los moradores de cada casa, al verlo pasar, se asoman y van hacia donde se dirige la llevada de aquel ramo de flores. Unas mujeres vestidas de luto y envueltas en chalinas van por la calle, a eso del atardecer… Van muy juntas, casi repegadas, platican en silencio y todos les saludan con respeto… van a un velorio. A lo lejos se oyen llantos y luego en la casa de la esquina se juntan más y más personas, sacan sillas al patio y la plática se hace barullo. Adentro hay rezos y unas grandes velas iluminan la escena. Al paso del entierro las puertas de las casas se cierran y se cubren los espejos, se apaga el radio y no debe hacerse ruido. Así, siempre, en el pueblo se sabía contestar la pregunta “¿Quién se murió?”.
Más, lo que por varias décadas fue la verdadera tarjeta de presentación que el difunto era tal, a partir del día y la hora, con sus apellidos y familiares anexos, fue la esquela tamaño carta en doble hoja, con ribetes negros intensos y fondo blanco… con letras estilizadas llamando al dolor profundo… con cruz piadosa o imagen de resignación. Se ordenaban los datos y en una imprenta manual donde se manejaban los moldes de letra por letra, la impresión era cosa de poco rato… 50 a 100 esquelas para repartirse sin esperar más… se rotulaban a mano los nombres de los destinatarios y luego calle por calle o barrio por barrio todas se hacían llegar en cuestión de minutos o de escasas horas.
Llegaba la esquela… a veces se dejaba por debajo de la puerta… se recogía, se leía con seriedad, se dejaba luego en la mesa de centro… La esquela llamaba la atención y más que avisar del suceso, del cual ya todos sabían, se le tomaba como un testimonio de cumplido entre los familiares del difunto y todos sus conocidos.
Las esquelas fueron cayendo en desuso al crecer los pueblos y dejar de conocerse las personas entre si… la prensa absorbió paulatinamente las esquelas, que se volvieron parte de los desplegados comerciales, una forma más de avisos de ocasión, sin destinatarios específicos y sólo para los que tengan interés.
Las esquelas de antes eran una fina atención necrológica, no tanto para avisar del fatal acontecimiento, sino para formalizar respetuosamente sin sentir. En realidad, las esquelas periodísticas de ahora son anti-esquelas, una parte más de la comunicación efectiva entre sus grupos.
La paradoja de las esquelas periodísticas llegó a límite cuando al final traían una llamada que decía: “Nota: No se reparten esquelas”.
El “¿Quién se murió?” de ayer era una interrogante comprometida inmediatamente con el dolor de sus deudos… el “¿Quién se murió?” de ahora es, por lo común, una información más a saber y por lo regular cuando ya todo pasó.
Las esquelas de casa por casa cayeron en desuso cuando dejó de compartirse el sentir de la muerte. La interrogante de “¿Quién se murió?” dejó de ser el efecto de un eco que se vivía en el pueblo.
24 de octubre de 1989.