En la vida citadina el tiempo es como un fantasma en tercera dimensión que muy seguido y casi sin remedio, angustia y maltrata a los hombres y mujeres. En la ciudad del tiempo se mide por horarios y por turnos: 8:15 matutino, 1:30 vespertino, 7:30 nocturno, etc.
El tiempo, en la ciudad, acorrala y estira, moviliza e inmoviliza, todo junto a la vez. “No hay tiempo para nada” es frase común en Monterrey, los citadinos que recuerdan su origen pueblerino añoran aquel tiempo en que tenían tiempo de todo, en que el tiempo alcanzaba para vivir, trabajar, crecer, hacer el bien hasta morir. Alcanzaba para saludar, descansar y aburrirse con todo el tiempo del mundo.
El tiempo pueblerino, aquel tiempo que nos dijo a tiempo y por mucho tiempo que no siempre todo marcha lineal conduce al mañana deseado. ¿Cuál fue el mañana que deseábamos?, sobre todo cuando ese mañana le quita al hombre el mando a su tiempo, convirtiéndolo de hecho, de un día para otro, por el simple hecho de vivir en una macrociudad, en un ser más, entre muchos seres más que no tienen tiempo, que esperan desesperados, que buscan perdidos, que sin escapar de la multitud se refugian en sus sueños para no olvidarse que existen.
En el pueblo, en aquella aldea que tenía tiempo para levantarse de madrugada, para ver amanecer y desmenuzar todos los momentos de un largo día: a media mañana, antes de mediodía, después de mediodía, a media tarde, al caer la tarde, al entrar la noche, a media noche, al primer canto de los gallos… en esos largos días, los hombres de aquella aldea transcurrían las estaciones y los años, fraguando sus anhelos, sus esfuerzos, sus luchas y sus penas.
La vida no tenía mucho de lo de ahora, tenía pocas cosas, muy pocas cosas quizás; pero todas ellas le daban al hombre coherencia con el hombre e identidad con su espacio y su tiempo.
En ese tiempo se forjó lo mejor de nuestra historia, de nuestra cultura, de nuestros ideales.
Ahora, parece ser que andábamos buscando ese tiempo, la crisis nos hace regresar al camino que habíamos abandonado sólo por vanalidades. Parece ser que nos alejamos bastante del tiempo nuestro, que caminamos en otra dirección. Parece ser que perdimos identidad, que dependemos más y que muchas cosas más no vivimos del todo bien, seguros y tranquilos como antes; parece ser que tenemos que volver a querer las cosas nuestras como son, a convivir con nosotros mismos, a platicar, a conocer de nuestra historia, de nuestros héroes y de nuestros problemas, parece ser que la medida está en querer la tierra, el agua y el aire puro; en adorar como dioses a los árboles y a los animales. Parece ser que la medida está en producir nuestros alimentos, en vestir sencillamente, en gastar menos y trabajar más…
Parece ser que la medida está en los pueblos pequeños, en las ciudades pequeñas, en las comunidades sencillas habitadas por hombres sencillos.
Por lo pronto, mientras el diseño de una ciudad pequeña se aclara y cada uno de nosotros encontramos el tiempo perdido y volvemos a soñar la vida que quisimos vivir, para darnos cuenta de que aún es tiempo de existir de otra manera. Mientras tanto, mientras soñamos para alejar la pesadilla, vienen a mi memoria las tardes sabatinas de un pueblo trabajador y los domingos mañaneros de una aldea amorosa.
Los sábados por la tarde Sabinas Hidalgo olía a jabón de olor, a brillantina y a alcohol de barbería, a talco perfumado. Resplandecían las camisas y los pantalones planchados de los hombres que dejaban de trabajar y se preparaban a disfrutar del merecido descanso. Los sábados por la tarde eran un momento especial, todo un momento especial, se sentía la armonía y la felicidad en los moradores de aquella aldea.
Los domingos mañaneros del Sabinas de aquel tiempo, eran risueños, frescos, con aroma de calles barridas y regadas, con sabor a limonada de plaza. Domingos de misas y de pláticas callejeras, de encuentro con los amigos en la plaza, en el tendajo, en la cantina o en la carnicería. Domingos mañaneros de visitar a los abuelos y a los parientes. Domingos mañaneros de una felicidad interior que no requería de precio para tenerse, más que el querer y saber vivir en esas condiciones. Domingo mañanero que se remataba en el mediodía donde se saboreaba la rica comida casera.
Hace tiempo que se perdieron en el horario del progreso esos sábados por la tarde y esos domingos por la mañana. Última expresión de todo el tiempo histórico que conocíamos ya en agonía ante los embates de un modernismo imparable. Vinieron muchos cambio, nos llenamos de barajitas y de ruidos, crecimos sin el calcio que da el tiempo, nos confundimos, casi nos perdimos… lo bueno es que ahora estamos recapacitando. Ojalá y aún estemos a tiempo.
12 de octubre de 1984.