Solas… nada más solas… quizás mantequilla, quizás aguacate… quizás lo que fuera… pero más bien solas… nada más tortillas de harina; no había más. En aquella casa todo era austero… el diario era escaso y se compraba sólo lo que se consumía. El espectáculo hogareño y de hacer tortillas de harina invadía de aroma las casas y también todo el pueblo. Era el principio y el fin, matutino y vespertino, de la felicidad hogareña. Podía no haber nada más para comer, pero si había tortillas de harina, en cada rostro el regocijo se manifestaba.
En la mesa la bandeja y la sal… la harina, la “harina de flor”, así le decían… el bote de agua caliente, la manteca vegetal y el amase… el buen amase de cada linda mamá… la tabla y el palote… los bollos, los bollos, entre más, mejor… extenderlos y que la tortilla quedara redonda… chiquita, grande o mediana, según el estilo… cocerla al comal y como van saliendo aventarlas a la mesa… una, dos, tres, hasta que se hacía bulto… manazo a quien hurgara.
Esperar, esperar… ahora si, todos a la mesa… uno, dos, tres… quién sabe cuántas; solas o con lo que fuese a desayunar o de cenar, el manjar en sí era la tortilla de harina y si cada día podía haberla, ese día y todos los demás serían felices. El día que no había tortillas de harina, algo pasaba o de plano no había nada o había enfermo en casa.
En la escasísima despensa de aquella casa había, arriba del trastero, unas cuantas bolsas de algo: maíz, frijol, sal… pero sobre todo, lo que si podía haber un pequeño bulto de harina, un costalito de cinco kilos, el cual no duraba la semana y luego te mandaban al tendajo a traer un kilo más de harina suelta, envuelta en papel de plomo… corre y corre a la esquina, era el único mandado que no se hacía a regañadientes.
Los recuerdos de las tortillas de harina están siempre ligados a los de una familia integrada… la fase clásica de la unidad familiar por encima de carencias y prohibiciones… los padres y los hijos pequeños en formación, los hermanos, muchos hermanos, pero unas cuantas hermanas, los amigos que iban a la casa… una casa de pocas o muchas cosas, pero una casa unida, fuerte, amorosa, sabiendo disfrutar de la vida, afianzaba en el ruego y expresión de cada madre cuando por gratitud, por un acontecer, decía “¡Bendito sea Dios!”.
Ahora comprendo que no era en si el sabor ni el aroma de las tortillas de harina, sino el ambiente de aquel hogar el que nos perdura para siempre… los años en familia… los tiempos junto a los padres y todos los hermanos… la cocina aquella de las pocas cosas y todas en su lugar, la mesa con un plato de sal, la moca de café, el jarro de frijoles, el plato de comida cuando se servía todo lo que había y no se valía repetir… fueron las risas y las lágrimas de aquellas casas… todo junto a la vez, girando a diario en torno a los dos momentos de regocijo y paz de la casa aquella ¡cuando se hacían las tortillas de harina! Ver todo aquel proceso de 30 o 40 minutos, sentados en la mesa, esperando y saboreando… todo en quietud y en gratitud con eso el día empezaba y terminaba fortalecido, sin importar los problemas o la pobreza que se tuviera.
Pero luego, la vida cambió… la casa cambió… la familia se dispersó, unos cuantos se fueron y otros se quedaron, las tortillas de harina se empezaron a hacer y no hacer… ya no había que hacerlas, el regocijo no era el mismo… a veces sí y a veces no. Ahí está la harina y toda la moderna alacena, las estufas y los “hornos”, falta la vida familiar, que vuelvan los que se fueron; así entonces las tortillas de harina sabrán igual y, sobre todo, el sentimiento de hacerlas será el mismo.
Por eso, el homenaje digo que no era el sabor, ni el aroma de las tortillas de harina; era en torno a eso el ambiente de aquella vieja familia.
4 de octubre de 1989.