"¡Oh, alma ciega! Ármate con la antorcha de los Misterios y, en la noche terrestre descubrirás tu Doble Luminoso, tu alma celeste. Sigue a ese divino guía y que él sea tu Genio. Porque él tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras"
(Llamada a los Iniciados , del Libro de los Muertos).
Hace ya algunos días, recordaba al compañero de aquellos días de escuela. No llegamos a ser amigos pero casi lo fuimos, o, acaso, lo somos todavía; luego nos alejamos, como hojas al viento, perdidos en el tiempo y en el espacio inmenso. Él a vivir su vida, yo, ocupada en la mía…
Con alguien conversaba en ocasión reciente y hacía evocación de aquel rincón del paraíso que, en venta, mi amigo me ofrecía.
Era el edén perdido, desbordante de frondas y de aguas cristalinas, allá, al fondo, la escarpada pared, bordeaba aquel dominio y tocaba las nubes, delirante deliquio.
No vi más a mi amigo aunque, de alguna forma, voces de mal presagio trajeron a mi oído, su devenir e historia, soledades y llantos, adiós precipitado, evasión del amor, definitivo evento y los anhelos rotos y los sueños frustrados…
La ocasión del azar, capricho recurrente, nos situó, algunas veces, en forma inesperada, él y yo, frente a frente; el saludo afectuoso la promesa pendiente: Un día de éstos, la semana que viene y así, fuimos matando el tiempo, éste que a nadie espera, éste, siempre inclemente, nebulosa presencia, nostalgia permanente…
Y, ayer, al entrar al lugar habitual en mañana de miércoles, mi amigo, allí, presente. Después de tantos años, hablo de más de veinte, de pie, frente a mis ojos, aquel amigo ausente, el de los días de escuela, el de la ingrata suerte; renovado, dichoso, optimista y sonriente…
Quise saber si el paraíso aquel, existe todavía, el sí de su respuesta me llevó a su visión, mirada del recuerdo, vestigio en resplandor, nidos en la espesura, sus líquidos cristales, sus cantos minerales y, la montaña agreste, cual centinela fiel, alzando su muralla de roca inexpugnable…
Un abrazo final, envuelto en emoción, y la misma promesa: Hasta pronto, el día que menos pienses… continúo mi andar y, desde el antiguo archivo, se asoma el viejo libro que aún conservo y, alguna vez, releo, obsequio de mi amigo, "Los Grandes Iniciados". Se puebla mi memoria de aquellas cuantas líneas que trazara su diestra, sobre la blanca página: "Yo, que de Dios blasfemé y en el cielo no creí, cuando tus ojos miré, arrodillado exclamé. ¡Señor, ten piedad de mí!"