Había un pueblo anclavado en un hermoso valle, rodeado de montañas azules, desde lo alto de la sierra se podía contemplar el caserío, todas las construcciones eran sencillas como así lo era la gente que habitaba este lugar.
Las casas formando hileras a lo largo del río que atravesaba a esta pequeña población del norte de ese estado; formando hermosos remansos la corriente de agua cristalina que pasaba por allí, escuchándose suaves murmullos, como quien dijese que el agua platicaba con las nubes que presurosas pasaban por aquel límpido cielo que servía de techo y de cobija al pueblo aquel.
Los patios y los frentes de las casas barridos y regados por las bellas mozas que allí vivían. Los hombres con machete a la cintura y azadón al hombro, partían a desarrollar labores campiranas, recién se escuchaban los primeros cantos de los gallos y cuando los primeros destellos de la aurora aparecían por el oriente.
Se acercaba el día de la “Candelaria” y seguían las costumbres pasadas de generación en generación, había que sembrar, en un morral colgado al hombro los varones del pueblo llevaban las semillas de maíz, de frijol y de calabaza, había que sembrar, era una siembra de temporal, luego a esperar la bienhechora lluvia; posteriormente deshierbar, arreglar los surcos y esperar de nuevo, lograr una buena cosecha.
Mientras, había que llevar al potrero los pocos animales de ganado menor a apacentar; por la tarde traerlos de nuevo al corral y cuando las condiciones eran favorables “la ordeña”, era en una tina donde se recogía la blanca y espumosa leche, alimento esencial de la vida de este pueblo.
Una agricultura y una ganadería por demás rudimentaria, pero la limpieza de sus pensamientos y la fuerza de aquellos corazones los hacía vivir tranquilos; unas sillas de palmito bloqueaban las entradas de aquellas casas, por donde circulaba libremente el viento, que refrescaba los cuerpos de quienes habían tenido un trabajo duro, bajo los ardientes rayos del sol.
Peor un buen día, mejor dicho, un mal día, alguien en lugar de sembrar y cultivar la tierra, siembra en el ánimo de los habitantes jóvenes del pueblo la desconfianza, el odio y la avaricia.
Hoy aquellos viejos que con sus callosas manos trajeron a sus hijos el alimento indispensable que saciara su hambre. Hoy los viejos contemplan un panorama desolador, los jóvenes se han rebelado; como el lobo de Asís ellos quisieron ser buenos, pero hubo quienes se encargaron de sembrar en ellos la desobediencia y la codicia. Y en la plática de los viejos del pueblo… Ojalá que volvamos a ser lo que éramos antes.
Pero así está el mundo y éstas son “Nuestras Cosas”.
Hasta la próxima.
Garza Inocencio
Miembro de la Asociación de Escritores de Sabinas Hidalgo