Hubo un hombre en el pueblo allá a unos cuantos años de haberse iniciado el movimiento revolucionario del siglo XX, no sabemos si fue la “leva” o su deseo ferviente de que cambiaran las cosas, que en ese entonces, laceraban a las familias humildes de la época.
Tal vez lo uno o lo otro, o quizás algo diferente motivó a aquel joven del pueblo a incorporarse a las huestes revolucionarias; incorporarse a las filas de aquellos hombres bragados que preferían dar su vida a seguir viviendo de rodillas. El pan era escaso, el vestido parco, sin embargo, el maltrato y la responsabilidad eran muchos.
Levantarse cuando el astro rey apenas si aparecía en el horizonte y muchas veces, sí muchas veces otras veces cuando el lucero, aquel lucero de la mañana que brillaba intensamente en el firmamento campirano y que por ende, señalaba el inicio de la faena diaria.
Trabajar de sol a sol, por un puñado de maíz o de frijol en la tienda de raya, una tienda de raya que más que eso era un lugar de escarnio y de explotación.
Los hombres comprados y vendidos al mejor postor. La privación de derechos se agravaba con la aplicación de castigos físicos.
Sin sueldo, mal alimentados, apaleados siempre y en cantidad de ocasiones hasta morir.
Aquel hombre contemplaba sin inmutarse aquella triste realidad. En esa época ya no se era peón, sino esclavo.
Fue un periodo de tiempo donde el peón pedía préstamo al amo, para la boda, o para un entierro y con ello quedaba de esclavo bajo una forma de peonaje inhumano. Aquel hombre continuaba viendo como sus familiares entraban a una eterna esclavitud.
Un buen día llegó al pueblo una partida de revolucionarios y más que se fue con ellos, se lo llevaron, aun era muy oven y en aquel movimiento conocido popularmente como “la bola” se desempeñó como aguador, caballerango, como aprendiz de soldado raso, desarrollando muchas actividades en aquel movimiento.
Su esperanza y su valentía pronto le valieron el reconocimiento de sus superiores y como señalé antes, en los quehaceres y menesteres de aquella emancipadora actividad aprendió lo suficiente para escalar rápidamente los grados militares.
En los escasos momentos libres que la refriega le permitía, este militar solía sentarse cerca de donde la caballada era alimentada, tranquilo formaba y encendía un cigarrillo de hoja y mientras contemplaba las volutas de humo desaparecer en el espacio, su pensamiento volaba, volaba hacia su origen, hacia el pueblo que lo vio nacer y que lo vio crecer, recordaba sus andanzas por los márgenes del río del pueblo y las innumerables veces que se bañaba en las frescas y cristalinas aguas.
Su cigarro estaba por terminarse y conformaba uno más uno más, para continuar embelesado en los recuerdos de aquel pueblo formado por un puñado de jacales e innumerables casitas sencillas pintada todas con cal, blancas, todas blancas, queriendo dar a conocer a propios y extraños, la inmaculada pureza de sentimientos de quienes las habitaban.
Pasa el tiempo y aquel joven salido del pueblo se convierte en soldado de carrera en el Ejército Mexicano.
En este movimiento este joven capitán conoce a una hermosa mujer, una de esas mujeres que con mucha entrega entraron a la refriega, esas mujeres a las que el pueblo conoció como “adelitas”.
La luna y el hermoso firmamento fueron testigos de aquel gran amor que surgió entre el capitán y la bella “adelita”.
Fue intenso su amor, como también era intenso el fragor de la batalla, a pesar de los movimientos y trayectorias que se seguían en la actividad revolucionaria, su amor crecía.
Sin embargo, aquella mujer muere al dar a luz a un robusto varón; y así los sueños del capitán de llevar al altar a esta bella moza se ven truncados. El capitán con su corazón hecho pedazos debe continuar con responsabilidad de militar.
Sin embargo y ante la urgente necesidad de que alguien atendiese al recién nacido, el capitán opta por hacérselo llegar a su madre, enviándole una misiva donde le solicita fervorosamente que se encargue de aquel su pequeño hijo, quien ha quedado huérfano a una muy tierna edad.
La madre del capitán, abuela de aquella indefensa criatura, lo toma en sus brazos y desde ese instante lo hace suyo, y lo cría como un hijo más.
Las hermanas del capitán que son jóvenes y solteras, también prodigan ternura y afecto al pequeño, al pequeño recién llegado.
En el pensamiento del capitán su amor desaparecido, su pequeño lejos de él.
Algunos recordaban, que tres largas cuadras por la calle Matamoros al poniente a partir de Zaragoza llenaban con la caballería que aquel Capitán traía bajo su mando, cuando venía a ver a su madre.
Varios hombres como él fueron representativos del pueblo y entregaron su mejor esfuerzo a una causa noble.
Nuestra gratitud para todos ellos.
Pero así está el mundo y éstas son Nuestras Cosas.
Hasta la próxima.
Garza Inocencio
Miembro de la Asociación de Escritores de Sabinas Hidalgo