La colonización y conquista de noreste del actual territorio mexicano se emprendió casi 70 años después de la caída de Tenochtitlan, a manos de las huestes de Hernán Cortés; el poblamiento de la Nueva España y provincias aledañas fue avanzando lentamente, sobre todo con el afán de descubrir metales de buena ley, es decir: oro y plata.
Al irse mercedando o repartiendo las tierras labrantías del centro de la Colonia, los que recién llegaban, buscaron ir hacia el norte para lograr sus propósitos de conquistar gloria y fortuna; sin embargo, se toparon con la resistencia de los naturales quienes opusieron férrea resistencia, pero que cayeron, poco a poco, hasta casi su total exterminio.
La llegada de Alberto del Canto, luego Luis Carvajal y de la Cueva y finalmente Diego de Montemayor, quien hizo la tercera y definitiva fundación de la metropolitana Ciudad de Nuestra Señora de Monterrey, permitió a los hispanos y portugueses, tener una asentamiento base para encaminar sus operaciones en la búsqueda de metales o la no muy loable actividad de la trata de esclavos, que les dejó buenas ganancias al capturar a los indios y venderlos a los centros mineros de Mazapil y Zacatecas y a los obrajes textiles de Querétaro y Guanajuato.
Pero hubo otra conquista, ardua y silenciosa, la conquista espiritual, al plantearse la Iglesia Católica la necesidad de atraer a los nómadas naturales de esta región y convertirlos al cristianismo, además de expandir la religión y proporcionar a los colonizadores la tan necesaria ayuda espiritual.
La empresa no fue fácil, grupos de frailes misioneros hacían grandes recorridos en busca de las parcialidades indígenas, en ocasiones lograron buena cosecha espiritual, pero muchas veces sufrieron la hostilidad de los indios, debido a los malos tratos dados por los conquistadores y algunos religiosos. Al fracaso de la labor misionera, en pueblos y villas se establecieron lentamente capillas y pequeñas iglesias donde los sacerdotes esparcían la semilla del evangelio.
No fue sino hasta el año de 1777, cuando se erigió el Obispado de Linares, mediante bula expedida por el papa Pío VI, cuya sede fue esa ciudad; por recomendación del rey Carlos III fue designado en 1779, primer obispo de la diócesis Fray Antonio Jesús de Sacedón, quién no llegó a la hoy tierra marquetera, pues murió a fines de diciembre de ese año. Le sucedió Fray Rafael José Verger quien fue el obispo constructor de la magnífica joya colonial que es el edificio conocido como el Obispado.
Con tesón, paciencia y vocación por parte de frailes y sacerdotes se consolidó la Iglesia Católica en Nuevo León; dicha religión fue considerada como la única y obligatoria en las primeras Constituciones, luego Benito Juárez con las Leyes de Reforma, decretó la libertad de cultos, hecho secundado después por el emperador Maximiliano, ante el asombro de los conservadores.
Hoy, la Iglesia Católica se encuentra ante un gran reto por el notable crecimiento de sectas y otros cultos, es necesario que sus dirigentes y teólogos replanteen su acción en un mundo cambiante, donde la desesperanza y los valores subvertidos, parecen ser la constante.
Desde la trinchera del libre albedrío, observamos la extrema pasividad de los sacerdotes católicos, su nula relación con las causas sociales, la otrora vasta preparación cultural de los antiguos curas, ha dado paso a la incultura y la vaguedad en los jóvenes sacerdotes; aquellos guías espirituales, fueron sustituidos por "voluntaristas" y populacheros eclesiásticos, o por los comprometidos con la plutocracia reinante.
Existen excelentes sacerdotes católicos, pero su acción es limitada y hoy, enfrentan el gran reto: recuperar el terreno perdido, además de restablecer la confianza entre sus creyentes, ¿Podrán hacerlo?