Inclementes y ardorosos como el plomo derretido caían los rayos de sol en aquel inacabable verano de 1839, las de por sí áridas tierras norestenses estaban más secas que una uva pasa. Las hendiduras surcaban como cicatrices la cafezusca superficie, donde las intermitentes y ligeras lluvias eran absorbidas como si fuera una esponja ávida de agua.
El desolador cuadro alteraba los nervios de amos y capataces pues los rendimientos de la tierra y el ganado eran muy reducidos y el mal carácter se trocaba en malos tratos para la peonada, vaqueros y pastores. Los azotes, grillos, el encerramiento en cárceles privadas de ranchos y haciendas y el cepo, se hacían cada vez más comunes.
Labradores y pastores alzaban sus miradas al cielo como pidiendo clemencia a Dios Cristo y a todos los santos y vírgenes disponibles, rogaban para que el cielo abriera las mágicas llaves, para que como ubre de vaca bien alimentada diera a torrentes el vital líquido.
Pareciera que el calor externo trastornaba los organismos humanos, un buen número de mujeres y otro, no muy corto de gañanes se movían inquietos, algo desde muy dentro de su cuerpo los incitaba, provocando el incontenible deseo carnal.
Comentarios como: ¡No sé que me pasa compadre!, ando muy alborotado, nomás veo a la Juana y me dan ganas de…
Contrólese compadre, no ve que es casado y el viejo Pioquinto es de pocas pulgas… No me importa compadre, lo que es a mí, esa hembra me cuadra, ya hallaré la oportunidad…
De los hechos y dichos anteriores no estaba exenta la gente que habitó la Hacienda San Pedro, próspera finca jurisdicción en ese entonces de Salinas Victoria y que hoy pertenece al municipio de General Zuazua, N.L., la meritita Cueva de los Tigres, equipo de fútbol profesional.
La vida cotidiana en la Hacienda transcurría de una manera bucólica, pastoril, sin sobresaltos, pero hechos como la proximidad de los indios bárbaros, el asalto a un tren de mulas cargadas de metales, lana o cueros, el asesinato de algún viandante o los amores ilícitos de fogosos enamorados, sin importar el estado civil de ella o él, eran motivo de comentarios a la hora de tomar los sagrados alimentos, o cuando los peones se reunían por la noche a platicar alrededor de una fogata, soltando la lengua con un buen mezcal.
En el último caso se hacía mayor énfasis en la charla, por la consabida ignorancia del cornúpeta, pues como es bien conocido, es el último en saber del crecimiento de sus protuberancias craneanas.
El inicio del otoño de ese año de 1839, la sequía continuaba haciendo estragos, en cambio, el 27 de septiembre un suceso conmocionó a los moradores de la Hacienda San Pedro, propiedad de Francisco Gutiérrez de Lara cuando al caer la tarde el vaquero José María Jasso, originario de Sabinas Hidalgo, N. L. venía dando espantosos gritos de dolor, sostenido por otros dos hombres que lo ayudaban al verlo en tan lamentable estado.
Ya entrada la noche se esparció el rumor de que había sido envenenado, además, una perrita que lo acompañó al campo, propiedad de una vecina, murió atrás de la casa de su dueña. El hervidero de chismes se desató y en todo jacal, choza y aún en la casa grande se comentó el hecho.
Todas las habladurías coincidían en señalar como culpable y envenenadora a la esposa de Chema: la también sabinense María Mónica Ríos, fundamentándose en que por la mañana Jasso había reprendido fuertemente a su mujer por no atender y ponerle debido cuidado a sus hijos.
Las especulaciones subieron de tono cuando Cecilio Jasso Ríos, de 8 años de edad, hijo del matrimonio y pastorcito de cabras, contó a Anselmo González que había escuchado a su mamá platicarle a una comadre que hacía tres o cuatro años intentó envenenar a su padre con no sé que hierba que le había dado una bruja.
Se dio parte a la autoridad de Salinas Victoria quién al llegar a la Hacienda encontró al hombre muerto, levantando el acta donde describió los sufrimientos del vaquero.
Gutiérrez de Lara mandó detener a la esposa y la encerró en un cuarto donde la sometió a interrogatorio, al principio la autoviuda negó todo, pero después llorosa confesó que lo había envenenado con un insecto que le había dado su amiga Manuela Cantú, para que lo moliera en el metate junto con la masa para las tortillas con las que hizo el almuerzo de su marido.
El asunto se complicó al aparecer el tercero del triángulo amoroso, un tal Roque Guzmán a quien Mónica conoció en la Feria de Monterrey adonde había acudido junto con Manuela, previo permiso de sus maridos y con el cual tuvo amores; de regreso a la Hacienda convinieron en deshacerse de sus cónyuges y para ello se valieron de los consejos de la “bruja maleficiadora” de Santa Elena, hoy General Zuazua, N. L. María Encarnación Casas, “de pública voz y fama que con sus maleficios, yerbas y secretos enferma a las gentes, a los animales y se ha hecho temible en estos contornos”.
Salió a relucir la red de brujas que actuaban en ese lugar con las Almaraz de Agua Fría y otras de Monterrey; el triste final fue el encierro en la cárcel de Mónica Ríos, Manuela Cantú y Roque Guzmán, por un señor casi feudal Gutiérrez de Lara, que perdía nuevamente a uno de sus vaqueros a manos de las brujas y varios niños desamparados.
El suceso se comentó por mucho tiempo y la gente se preguntaba asombrada de cómo era posible que un pequeño insecto causara la muerte a una persona. El nombre del insecto no se los damos, no sea que a algunos los despachen con facilidad al otro mundo.