Dentro de la gente que luchó por la guerra de Independencia, se encuentra una tribu extinta y olvidada, la de los indios carrizos. Estos recorrían el Estado de Nuevo León, sobre todo en invierno, esperando la primavera, para después trasladarse hacia el Valle de Texas y la Costa del Golfo de México; los lugares donde se establecían, llamados rancherías, estaban reducidas a 10 ó 12 cabañas construidas de hojas de palmas, esparcidas en el bosque y que se comunicaban por veredas estrechas; en ellos se encontraban las armas como fusiles, arcos y flechas.
Los indios carrizos hablaban el castellano y a pesar de su vida errante se alejaron de su estado primitivo y para 1828 ignoraban su lengua natal. Se llamaban cristianos porque habían sido bautizados y algunos de ellos traían rosario.
De lo más pobre, estaban reducidos a 40 ó 50 familias, vivían de la pesca, caza y limosnas. Con sus peleterías, es decir del trato a las pieles de los animales que cazaban, compraban maíz, y cuando la miseria era mucha, robaban ganados menores en los pueblos aledaños.
Las características físicas de los integrantes de esta parcialidad indígena eran: La estatura de los hombres era más que mediana, figura no desagradable, color fuertemente acobrado, no tenían barba y aunque había algunos con bigotes, esto se atribuye a la mezcla entre razas. Las mujeres generalmente muy desarregladas; los hombres aunque robustos, tenían delgados los brazos y una característica física sobresaliente era el espacio extremadamente grande entre nariz y el labio superior.
Su modo de vestirse era semejante a la gente del pueblo de escasos recursos: en los varones estaba reducido en invierno a una frazada y en verano generalmente andan desnudos y sólo cubrían los órganos sexuales con un pedazo de tela de algodón, las féminas llevaban, en todo tiempo una túnica malísima, las más pobres sólo una especie de naguas hasta las rodillas.
Ningún carrizo se pintaba con bermellón o con otro material como lo hacían otras tribus. Estos indígenas sirvieron en las tropas insurgentes, cuando el movimiento libertario, iniciado por el cura Hidalgo, sacudió a la Nueva España, algunos fueron galardonados por el gobierno y tenían diplomas y títulos de propiedad de tierras; pero preferían andar nómadas, que ponerse a cultivar. Merodeaban por haciendas y ranchos buscando en que ocuparse y recorrían las llanuras para obtener la subsistencia.
Vivían en paz con los pueblos y no tenían, generalmente, guerras con los pobladores, pero temían mucho a los comanches, a quienes exterminaban cuando tenían contacto con ellos.
Cuando las acometidas “bárbaras” eran furiosas en el sur de Texas, los carrizos se replegaban hacia Nuevo León y pernoctaban sobre todo a orillas del río Sabinas, lugar que preferían para pescar y donde, al mando de su jefe, al cual llamaban Capitán Grande, organizaban partidas de caza y pesca, mientras dejaban en las rancherías a mujeres, ancianos y niños.
La vida errante que llevaban no tiene comparación, en relación a otros naturales del país, pues su trayectoria nomádica era limitada a espacios pequeños. No tenían caballos, pero en cambio, sus pueblos estaban llenos de perros.
Los carrizos distinguían a los mexicanos en dos clases: a los que eran procedentes del norte, les decían de “tierra adentro” y los llamaban precisamente, “americanos” y españoles a los del sur o tierra afuera. Poseían, como todos los cazadores y recolectores que vivieron en territorio de lo que luego se llamó el Nuevo Reino de León, conocimientos adquiridos por la experiencia y tradición para suavizar los males que afligían a la especie humana; sin gozar de alguna civilización, estos indígenas sufrían, sin embargo, los inconvenientes de la misma.
La sífilis era una enfermedad que los atacaba, adquirida seguramente en la comunicación con los pueblos y con las tropas revolucionarias, sin embargo, ellos la curaban con vegetales de regiones donde deambulaban. Entre ellos había parteras y sin embargo, también era raro ver mujeres que murieran de parto; usaban como purgantes los granos de la maguacata, que es la semilla del árbol representativo de Nuevo León: el ébano; con las ramas del cenizo hacían una infusión que mezclaban con aguamiel y era un antídoto que ponían a las fiebres intermitentes; además usaban también como medicamento una cocción de los órganos foliáceos del sauz verde y muchas otras hierbas medicinales.
Los españoles o criollos en los años de 1820 al 30, consideraban a los carrizos como un pueblo indolente y perezoso, pueblo que si bien era pacífico, no se había integrado totalmente a los poblados, ya que no eran bien vistos por los moradores, sin embargo, por su carácter rebelde y sobre todo de aspecto y conformación liberal e independiente, los hacían un peligro para los españoles, poco a poco los fueron integrando y otros simplemente los exterminaron.
La vida de sufrimiento y miseria de los indios carrizos, terminó cuando fueron atrapados por el crecimiento y el desarrollo de una nueva nación que emergía; siendo ya para los años de 1840, cuando se tienen los últimos rastros de esta tribu insurgente que proporcionó elementos valiosos en la guerra independiente, sobre todo en el área de lo que hoy es el norte del país y el sur de Texas.
Algunos sabinenses, a mucho orgullo, llevan sangre en sus venas, de los rebeldes libertarios indios carrizos.