Platicó cierta ocasión Clemente Rendón de la Garza, Cronista de Matamoros, Tamaulipas, que una ocasión unos revolucionarios llegaron a un rancho y le pidieron al dueño que les diera de comer. El propietario les dijo que no podía porque su esposa estaba muy enferma. Quien iba al mando del regimiento le pidió que matara unos cabritos y que solo dejara las tripitas aparte. Con los cabritos hicieron varios platillos que degustaron y con las tripitas hicieron un brebaje que le dieron a la enferma. A los pocos días la señora se repuso y el matrimonio agradecido le preguntó que cómo le había hecho. El señor les contestó que como el animalito comía hierbitas del campo, alguna de ellas haría efecto en el organismo de la señora y en efecto así lo fue.
¿Qué comían y cómo se curaban en la revolución? En el monte comían lo que encontraban o pizcaban. Seguramente en los campamentos comían frijoles, tortillas y su salsa en la que no podían faltar los chiles. Cuando llegaban y tomaban una hacienda o población se aprovechaban. El revolucionario era muy dado a las comilonas, en especial la de los bautizos, cumpleaños pero en especial las bodas. Hay muchas fotos en donde los vemos sentados y comiendo.
En un ambiente en donde faltaban los centros de salud y los médicos, seguramente recurrían a la medicina tradicional basada en la herbolaria y lo más probable que también acudieran con curanderos o curanderas que los mismo curaban el cuerpo, que el alma y los males de ojo y los “trabajos” a los que eran sometidos. Estoy seguro que había gente entre las tropas que lo mismo cortaban el pelo y afeitaban, que sacaban muelas, curaban heridas, acomodaban huesos o cortaban los miembros gravemente heridos.
Los archivos fílmicos y fotográficos son más que elocuentes: hombres de armas tomar, con sombrero, pantalones ya sea charros, bombachos o cackis. Camisa o blusa tal vez de algodón que los protegía de las inclemencias del tiempo. Algunos con finta de bragados y valientes. El bigote abultado como dice el corrido no podía faltar. En su vestimenta sobresalían las armas: las cananas en especial, la pistola fajada al cinto y también la requerida carabina.
De la mujer que les puedo decir: siempre la ponen con vestido ancho, enaguas, rebozo que lo mismo servía para protegerse de las inclemencias del tiempo, que para cargar alguna cosa o amarrarse a un crío. Mujeres de armas y cuidados tomar, pues de ellas dependían los regimientos, los hospitales, la atención de los heridos y el cuidado de los niños. Una vez escuché decir en uno de los diálogos de la película “Gringo Viejo” que la diferencia entre los ejércitos mexicanos y el norteamericano, es que éste último se iba a pelear solo, mientras que los mexicanos prácticamente llevaban su hogar a la guerra.
El revolucionario como su contraparte femenina, tal vez viva más en el anonimato. Y todo porque la industria fílmica nacional solo ha difundido la imagen de Villa, Zapata, Huerta o Benjamín Argumedo. Sobresalen María Félix, Rosita Quintana o Lilia Prado como prototipo de soldadera, cucaracha, adelita o valentina. Se nos olvida el valiente soldado que dejó todo para pelear por alguna causa justa o simplemente para ver que agarraba. Muy pocos se beneficiaron y vieron como otros, a base de traciones y engaños se sucedieron en el poder. A muy pocos les hizo justicia la revolución. Mientras que la verdadera Revolución aún les adeuda a muchos sus promesas y compromisos. Para todos ellos, los olvidados y rezagados, un sepulcro de gloria en su honor.
Antonio Guerrero Aguilar
Cronista de la Ciudad de Santa Catarina