Allá por el lejano año de 1957, Marcos Cuevas González, se hizo acompañar por su hijo Joel Cuevas Rodríguez y salieron como solían salir, casi tarde a tarde a una “tirada” rumbo al Charco del Lobo.
Al llegar a las Paralelas, pero por el lado norte, a esa altura, Joel divisó un “animalito, (conejo), que estaba quieto y como a unos 6 metros de distancia. Marcos, su papá preparó su rifle 22 Remington y automático de 16 tiros. Y empezó a disparar, tiro, tras tiro. “El animalito” sólo se movía un medio metro de un lado a otro, antes cada disparo que no era certero, ni por asomo.
Y así, le disparó los 16 tiros y únicos que traía. Ya para entonces eran las 5 de la tarde, de aquel mes de ase bril. Al ver que “el animalito” no se iba corriendo ante tanto balazo, sigilosamente, fueron acercando -ambos dos-. Cual no sería su asombro, “el animalito”, estaba amarrado o entrampado de una pata. De algún trampero y porqué no; de algún ciudadano, que les tenía la medida tomada, porque siempre y a la misma hora y de tal día, tenían que pasar Marcos y sus acompañantes por determinado lugar.
Ni que decir que “el animalito”, como quiera no se escapó, Joel lo desató o soltó. Le dieron mate y practicaron más tarde aquella sabía expresión: “animal que corre y vuela a la cazuela”; no faltaba más y que nos sigan amarrando más, diría después Joel. Quien fue fiel testigo de aquella cacería, sin duda tan singular, pero verídica y digna de contarse y darle registro y difusión. ¡Y así será!