El 25 de noviembre es la fiesta patronal de Santa Catarina, Nuevo León, en honor a la mártir y virgen de Alejandría, Egipto, la cual da nombre al cañón, al río, a la parroquia, a la cabecera y al municipio. De estancia de Santa Catalina en 1577 con Alberto del Canto y hacienda con Lucas García y Juliana de Quintanilla en 1596; a valle en 1725 ya con el nombre modificado de Santa Catalina a Santa Catarina; municipalidad desde 1820 y con la categoría de ciudad en 1977. Se supone que el 20 de noviembre de 1596 entregaron las mercedes para su fundación y precisamente un 20 de noviembre de 1977, el Congreso del Estado le autorizó para que fuera considerada una ciudad.
Ya sea como estancia, hacienda, valle, villa o ciudad, como Santa Catalina o Santa Catarina, también se le ha llamado en tono despectivo Santa Cantina o Santa Catarrina. A partir de la década de 1960, la cabecera municipal como La Fama se llenaron de cantinas, depósitos, casas de citas y hasta moteles de mala muerte. Muchos situados en los alrededores de las plazas de ambos pueblos. De tal forma convivían por el mismo rumbo escuelas, casas y cantinas, depósitos disfrazados de loncherías con mesas de billar. Es cuando comienza la rivalidad de las dos marcas tradicionales de cerveza. Una de ellas pronto se hizo del gusto público a tal grado de que Santa Catarina era el mercado no controlado de la Cervecería Cuauhtémoc. Era tanta la influencia y la demanda que comenzó a decirse en tono de burla: “En Santa Catarina el que toma corona, todo se le perdona”. Si alguien estaba tomando en su vehículo y al pasar por un retén de anti alcohólica; si los agentes de tránsito verificaban que ingerían la marca oficial no los molestaban. Pero si venían consumiendo la marca de la compañía cervecera establecida en Monterrey en 1890, inmediatamente eran detenidos para hacerles un diagnóstico médico y trasladaban sus autos hasta el corralón.
Fue cuando el cañón de Santa Catarina se convirtió en una gran cantina en donde cada fin de semana acudían bebedores que ahogaban sus penas y alegraban sus vidas en los refrescos de cebada y lúpulo. Era común saber de noticias de asesinatos y riñas cantineras cada fin de semana. Ya sea viernes o sábado por la noche, al pasar una ambulancia cerca de la plaza era señal de que en algún sitio había un herido o moribundo por líos de deudas, pendencias o amores prohibidos. Muchos de los borrachitos terminaban como barrenderos en la plaza al día siguiente para pagar la cruda realidad. Solo para darnos una idea, en 1982 había 20 cantinas alrededor de la parroquia, del palacio municipal y de la escuela Edelmiro Rangel de Santa Catarina. Incluso muchas campañas de asistencia social y de apoyo al municipio venían de parte de quienes expedían la cerveza oficial.
Hasta una vez en que los propietarios de los depósitos y cantinas, aferrados a la tradición cervecera regiomontana decidieron no vender la cerveza oficial. El gremio tenía fuerza y presencia, a tal grado de que hasta un propietario llamado Mario Martínez Banda quien llegó a la alcaldía haciendo muy buena labor lo que sea de cada quien. Entonces Juan Francisco Caballero, el nuevo alcalde apoyado por su cabildo (1983-1985) y de su central obrera mandaron cerrar todas las cantinas y depósitos que no vendieran la cheve de la calidad que no tiene fronteras. En el verano de 1983 clausuraron todos los negocios o los hicieron cambiar de nombre y de giro. Como es de suponerse, la raza perteneciente al gremio de bebidas alcohólicas, adheridas a un sindicato de similares brincaron como gatos boca arriba con tal de defenderse de las medidas a las que fueron sometidas por el alcalde en turno pues les cobraron contribuciones municipales y quienes no pudieron pagarlas, debieron cerrar sus negocios.
Con ello se fueron cantinas tan gloriosas e históricas como El Parral de Alejo Villanueva, el salón Cuauhtémoc de Vicente Martínez, el América de Anselmo Rangel, El Recreo de Antonio Valerio, El Especial de Jesús Martínez, el Caballo Blanco de Mario Martínez Banda, el Laredo de Juan Rodríguez, la cantina del Chaparro situada en Manuel Ordóñez y Zaragoza, la cantina de Bernardo Martínez, El Infierno de Marcos Rangel, la Gloria de Guadalupe García (ambas situadas una enfrente de la otra), la Culebra, El Palenque de Pedro Ayala, la Covacha y el restaurante Solís entre otras más. El alcalde para asestar el golpe definitivo al gremio, quitó el motel El Bosque a sus regentes y en 1985 lo convirtió en las oficinas y sede del DIF municipal. Se salvaron Los Laureles, El Especial, El Aguaje y la Covacha que cambió su nombre por el famoso Bar Don Pedro en honor a un insigne personaje de la localidad. Ya no éramos Santa Cantina, ahora nos decían Santa Catarrina.
Las medidas de represión se hicieron evidentes en el siguiente trienio con Mario Alberto Salazar (1986-1988) y fue cuando se hizo famosa la frase que le atribuían al mismo alcalde: “Sobre el muerto, las coronas”. Así la fama de Santa Catarina de ser un municipio con potencial turístico e industrial, quedó como un lugar considerado como “un pueblo sin ley” en donde se podía vender, comprar y consumir cerveza o bebidas alcohólicas sin tantos problemas y horarios especiales.
Quedaron en el olvido aquellas sentencias derivadas del Reglamento de Policía y Buen Gobierno de Santa Catarina, avalado por el alcalde y su cabildo de 1903, cuando nuestros funcionarios definían a una cantina como aquel establecimiento comercial donde se venden al menudeo bebidas embriagantes y vigilaban que las personas en estado de embriaguez no asistieran a los lugares públicos, que las cantinas y los bares cerraran a las diez de la noche y que no se les permitiera la entrada a los menores de 18 años.
Ciertamente aún quedan cantinas y bares, o lugares en donde se pueden echar unos tragos y pasar un rato agradable con los amigos. Pero abundan los depósitos y las tiendas de conveniencia que tienen autorización para vender cerveza. Simplemente habilitan un patio o una bodega y listo. Pero por más que evitan el consumo de la cerveza de la calidad que no tiene fronteras, el gusto está muy arraigado y se pueden conseguir en los pocos expendios que sobrevivieron, para luego tomarlas en sus casas, en sus automóviles o en lugares donde no pueden ser molestados. Las cantinas desparecieron y en ellas ahora hay otro tipo de negocios. Muchas casas están en ruinas recordando las asiduas visitas de los parroquianos. Tenemos recuerdos que conviene rescatar de aquellas noches cuando se podían beber cervezas en cantinas y sentados en una barra. Pero lo peor del caso, todavía no podemos quitarnos esos motes que aún nos distinguen en la zona metropolitana de Nuevo León.
Antonio Guerrero Aguilar
Cronista de la Ciudad de Santa Catarina