Se percibe el paso lento de la claridad del día a la imposición de la noche… en el pueblo por sus calles, dando vuelta al caminar de una calle a otra. Es un momento de paz, de sosiego, como algo que saldrá, sin haber hecho nada por haber hecho todo. No en el día que se va y la noche que llega y aún de eso, la estampa de la vida se detiene interiormente, nos quedamos en él… camino pero nos quedamos en él… caminamos pero nos quedamos adentro… llegamos a donde había que llegar, pero por dentro sabemos que ahí estamos con nosotros mismos.
Las tardes de noviembre… son de encuentro. Son tardes especiales, distintas a las de invierno que inician el cambio de año, y a las de primavera, que alargan los días… las tardes de otoño son las mejores, las que permiten pensar.
Las tardes de noviembre son muy parecidas a la vida, pues aún tienes presente el amanecer y sabes que sigue el final y te topas con la noche con agrado.
Si algo tienen las tardes de otoño es que son agradables, mezcla de sentimiento y conciencia. Todo lo recuerdas, todo lo percibes y revives. En la adolescencia te permite reencontrarte para ver hacia el mañana.
En la madurez de los años te permite repasar el pasado dando gracias por el presente.
Hay una satisfactoria lentitud en las tardes de noviembre. Tomas conciencia de estar viviendo y esperas en igual forma los sueños de la noche… hay un misterio palpitante, en ese instante que te envuelve y te dejas llevar sin saber a donde.
Los recuerdos vuelven cuando el viejo pueblo de calle a calle, veíamos tras la puerta, por la ventana de una sala, una luz de lámpara de mesa y los movimientos tranquilos en la cocina.
Caminar lentos de transeúntes para llegar a la morada de todos los días, pensamiento al viento de imaginación que se refugia en los sueños de la noches de otoño.
21 de noviembre 1998