Iniciaba el año de 1795 y la bucólica Ciudad de Monterrey se sacudía la modorra bajo los débiles rayos que el rubio Febo dejaba caer con timidez sobre el Valle de Extremadura, cuya faz se había tornado de un color cafesuzco gracias a los gélidos días de fines de diciembre.
Por las rúas citadinas, apenas se veían algunas figuras humanas que presurosas se dirigían al tendajón de la esquina, para adquirir los víveres del día o al establo más cercano en busca del albo líquido vacuno o caprino para alimentar a la familia.
Por la calle del Comercio –hoy Plaza Comercial Morelos- deambulaba, como casi todos los días Juanito, hombre afectado de sus facultades mentales y de cuya presencia en el viejo centro de Monterrey todo mundo sabía, pero pasaba inadvertido, hasta llegar la hora de los sagrados alimentos.
De unos treinta años, algo ralo de pelo que se confundía con su blonda barba de una cuarta de largo y bigote lacio, ojos verdes brillantes, sin tener la mirada extraviada; de dos varas de alto, entrado en huesos, calzados sus pies con viejas botas militares.
Traía un morral al hombro donde más que pertenencias o alimentos, guardaba utópicas esperanzas y cuando platicaba introducía la mano siniestra en el talego, de donde parecía extraer las extrañas y filosóficas frases que espetaba a sus oyentes en sus ratos de vena: “Los egos son malos consejeros, se apoderan de la inteligencia y nos vuelven estúpidos”, dijo en cierta ocasión cuando se aproximó al corrillo donde estaban platicando el Gobernador del Nuevo Reyno de León, el alcalde del regiomonte y varios ediles.
“Quien no está preparado para la crítica hoy, no lo estará nunca” lapidaria frase dicha ante la concurrencia que atenta escuchaba a un locuaz vecino… en su ir y venir por las calles y andurriales de Monterrey, Juan Santiago se hizo popular, pero funcionarios, hacendados y ricos comerciantes le tenían miedo, porque sus frases parecían certeras saetas, duros dardos lanzados contra ellos…¿Qué ideas bullían en su confusa mente? ¿Qué incidente en su vida lo había marcado? Todo era un misterio, sólo se sabía acerca de su persona que venía de una comunidad del Valle del Huajuco, población hoy conocida como Villa de Santiago, N.L.
Ese frío y cruel invierno de 1790, hizo mella en el menguado cuerpo y frágil espíritu de Juanito; casi tullido se le veía caminar, apoyado en las añosas paredes de sillar del caserío, con dificultad podía subir y bajar las altas banquetas, débil, muy débil, apenas podía tocar las puertas para pedir algo de comer, esto era casi una tragedia, pues la falta de alimento contribuía a aumentar su sinrazón, ¡Se puso más loco! ¡Juanito se puso más loco! Gritaba la chiquillería que salía a la calle para ver sus desfiguros.
Con una cuchara de palo de tamaño mediano, tiraba mandarriazos a imaginarios seres, golpeaba puertas y ventanas; ininterrumpidas veces hacía sonar el artefacto en las banquetas y repisones de las fachadas.
¡Ese hombre tiene hambre! exclamó el obispo Fray Rafael José Verger, quien acompañado de su ayudante, caminaba por el centro de Monterrey, con el objeto de recorrer la ciudad, tal vez por última ocasión, pues sentía que su final estaba próximo y quería escuchar los ruidos del vecindario y los excitantes olores a comida, provenientes del interior de las viejas casonas, en fin, gozar de su Monterrey, de esta ciudad que aun parecía rancho grande, donde terminaría su estadía terrenal.
Juanito al ver al sacerdote cesó de dar golpes con la cuchara y el obispo Verger le habló con suavidad, le acarició el hombro; el orate cambió su violenta rabia por una docilidad que dejó extrañados a quienes presenciaron la escena.
El buen obispo dijo a Juan, vamos al Palacio que acabo de construir en la Loma de Chepe Vera, ahí te daré comida y un cuarto para que descanses; el loco se dejó llevar en un acto de sumisión pocas veces visto en aquel hombre.
“Tuyo será el reino de los cielos, por ser un bienehechor” le decía Juanito al señor Verger y repetía la sentencia bíblica: “Con la vara que midas serás medido”… subieron a la calesa y se trasladaron al hoy llamado Cerro del Obispado. Allí Juanito recibió comida caliente, sabrosa y fue instalado en un aposento que daba al lado sur del edificio.
Todos los días al llegar el mediodía, Juan se acomodaba en la silla del comedor y hacía golpear en repetidas ocasiones la cuchara de palo para exigir las viandas que saciaran el hambre; por este motivo fue apodado por el maestro Benjamín, encargado de construir el palacio, como “El Loco de la Cuchara”.
Los males del buen hombre que fue el obispo Verger se agravaron y en un santiamén pasó a mejor vida; Juanito sintió mucho su pérdida y todos los días al llegar la hora de la comida, hacía sonar con mayor furia su cuchara de palo.
Los ires y venires del tiempo cubrieron de canas y arrugas a Juan, su cuerpo se encorvó y un día fresco de primavera entregó su alma al Creador, pero hasta sus últimos momentos, nunca le faltó fuerza para agitar su brazo y golpear la mesa con la cuchara.
Hoy, todos los días, al sonar el reloj las doce campanadas anunciando el mediodía, se oye por todo el edificio del Obispado el taca taca constante del ruido de la cuchara…los visitantes, los trabajadores del Museo y los investigadores del Instituto de Antropología e Historia exclaman: ¡Es el Loco de la Cuchara! ¡Es el Loco de la Cuchara!