Hay recuerdos que se quedan para toda la vida… son recuerdos bondadosos y tiernos que animan la vida para siempre… son recuerdos que no hay que olvidar y que de vez en cuando debemos de extrañar, sobre todo cuando la semilla de esa vida voló al cielo.
El tiempo de esos recuerdos debe de ser encontrado, Encontrado en el tiempo del ayer, cuando la vida familiar aún bullía en los alrededores de la plaza y éste será el espacio común para reconocerse y encontrarse. la cada esta situada en la esquina de las calles Hidalgo y Porfirio Díaz, con su banqueta alta, limpia, barrida y regada todos los días. La esquina es muy conocida, pues es donde se da vuelta para darle vuelta a la plaza. Desde ese lugar todos tenemos una memoria que guardar, pues la familia que ahí habitaba conjugaba un bondadosa estampa del pueblo… estampa grata, plena de armonía, de remanso bíblico, de austeridad y de nobleza ciudadana. Estampa donde esa gran dama destacaba.
Había una tienda en la esquina, con todos sus elementos abarroteros y de miscelánea, con un largo mostrador y anaqueles como si hubiera tenido tiempos mejores, aún cuando vi vender nada más que no fueran sodas, pan dulce, leches quemadas, hilos e hilazas… el cuarto era largo y al fondo los cuartos de familia. La vida en su interior transcurría con tranquilidad y ejemplar mansedumbre aldeana.
Cuando pasaba por la esquina, la dama siempre me saludaba y reconocía.
¿Eres hijo de Finita? Salúdamela mucho y sé buen hijo.
Una de esa tardes al regresar de la escuela me vio pasar y al ver que llevaba mis exámenes me preguntó:
A ver, ¿cómo saliste?
Y yo orgulloso le mostré las calificaciones, entonces me felicitó y me ofreció de regalo una pieza de pan, de esos de betún colorado arriba.
Me llené de satisfacción y de agrado, a la vez que recordé casi instantáneamente que a esas horas unos albañiles llegaban y merendaban en la esquina pan con soda… de inmediato hice lo mismo: compré mi soda y ahí mismo, sentado en la banqueta y mirando a la plaza, me deleité con mi pan regalado.
Así desde entonces, cada vez que podía sin importar que pasaran y pasaran los años, al regresar al pueblo llegaba a saludar a la agradable pareja que formaban don Adrián y doña Maurilia.
Muchas veces me regalaron algún dulce de leche quemada, y los saludos fueron siempre de gran afecto.
Saludos a tus padres, cuídate mucho y vuelve cuando puedas.
Harás cosa de diez años, cuando aún estaba la tienda, don Adrián empezó a enfermar, entonces nada más platiqué con doña Maurilia. Para mí todo aquello seguía igual: la vitrina de pan y de dulces, el mostrador, los anaqueles semi-vacíos, las cajas de hilazas y hasta el mismo letrero de pintura. El diálogo de esa ocasión, el último, fue como si hubiera sido el primero, pletórico de dulzura y cariño.
El tiempo se llevó las cosas. La esquina sigue en su lugar pero un día la tienda cerró y se dejó de ver la estampa familiar, con ello todos perdemos, pues cada vez que cambia algún lugar tradicional del pueblo, todos salimos perdiendo… hoy además hemos perdido a doña Maurilia Guajardo de Larralde, y con ella se nos fue un gran valor de ayer, un valor de identidad a las mejores tradiciones de fortaleza y de respeto que hacen de la convivencia social algo fundamental.
Todos salimos perdiendo más nos quedan los recuerdos para fertilizar le ética de la existencia.
Adiós a doña Maurilia… gracias por la bondad de su vida.
8 de enero de 2000